Cuando ese señor se me acercó en la fila del banco con
esa frase, no supe si me estaba dando un consejo de sabiduría ancestral o
si era un boomercito frustrado con corbata.
Me dijo con tono de autoridad:
—
Es posible vivir desahogado mediante disciplina y una buena educación
financiera… pero ¿vivir de TikTok? No engañes a la gente, mijo. Eso no
es real.
Y yo, como buen mexicano programado desde la infancia para creerle a cualquier adulto de traje y reloj, asentí con la cabeza.
— Tiene razón, pensé.
¿Cómo alguien va a vivir de TikTok? ¿De andar haciendo videítos? ¿Moviendo el bote? ¿Haciendo caras raras?
Nah. Puro choro. Eso no puede ser real.
Pero aquí es donde empieza el drama… y mi despertar.
“Eso es una mamada”, dije.
Y me burlé. No lo niego. Me carcajeé como si estuviera viendo un capítulo de “La Rosa de Guadalupe: Influencer Edition”.
Yo era de los que decía:
— Esos “creadores de contenido” no trabajan. No se ganan el pan con el sudor de su frente.
Y no me faltaba razón… según la programación que me dieron desde chamaco.
— “Estudia, trabaja duro, y algún día tendrás una pensión de $3,500 pesos y un par de chanclas para la playa”, me decían.
La receta del éxito, ¿no?
Entonces,
yo bien obediente: escuela, título, trabajo “estable”, sueldo fijo… y
deudas fijas también, no fuera a faltar el equilibrio.
Mientras
tanto, veía que los de TikTok y YouTube andaban en Dubái, comiendo
sushi bañado en oro, y yo calentando la sopa Maruchan en el micro.
Pero
claro, pensé: “Seguro son hijos de papi. Seguro tienen patrocinadores.
Seguro tienen suerte. Seguro, seguro, seguro… cualquier cosa menos
admitir que yo no sabía ni madre de cómo funcionaba ese mundo”.
“O eres espectador o eres productor” — y ahí sí me quedé callado.
Un día, ya con el algoritmo dándome en la madre por tanto hateo, me sale un video de un chino diciendo:
— “En TikTok, o eres el productor o eres el consumidor. Uno gana, el otro se entretiene”.
¡Pum!
Me quedé helado.
Porque
ahí estaba yo: pasando videos una hora entera, burlándome, mientras el
que hacía el video estaba ganando lana con cada vista.
Y ahí se me cayeron los calzones de la humildad.
No era que TikTok no sirviera.
Era que yo no sabía cómo servía.
En China no lo usan igual
Empecé a investigar. Y me di cuenta de algo que me ardió en el alma:
En China, TikTok (o Douyin, como le dicen ellos) no lo usan solo para entretenerse.
Lo usan como herramienta de ventas. Para negocios. Para educación. Para influir. Para generar lana.
Vi
cifras reales. Negocios haciendo más de 1 millón de dólares a la
semana, vendiendo productos que ni conocía: desde calcetines mágicos
hasta vaporizadores de lengua (sí, existe).
Pero no era el producto.
Era el sistema que tenían.
TikToks que llevaban a lives. Lives que llevaban a ventas. Ventas que se multiplicaban.
Y yo seguía de escéptico diciendo:
— Nah, eso es puro cuento.
Hasta que vi los recibos, los testimonios, los datos.
“Mi burla era ignorancia con disfraz de superioridad”
Ese fue el momento en que lo acepté:
Todo lo que yo había criticado, era porque no lo entendía.
Me
escudaba en el sarcasmo, en la risa, en el “no es digno” para no
aceptar que había una nueva economía digital y yo no sabía cómo
entrarle.
Yo, con mis 40 y tantos, pensando que era
muy sabio porque había vivido la época de Blockbuster, me sentía con
autoridad para opinar de todo.
Pero el mundo ya no funcionaba como me enseñaron en la primaria con la maestra Lupita y su mapa de papel.
Mientras yo trabajaba 10 horas, ellos subían 3 videos.
Y el coraje me volvió a subir. Pero esta vez no era con ellos.
Era conmigo.
Por no haberme atrevido antes.
Por haber rechazado cursos de $20 dólares diciendo que eran vende humos, pero gastar $500 en una peda con mis cuates cada fin.
Por no haberme tomado en serio.
Por creer que el camino al éxito era uno solo: “el duro”.
“¿Pero qué van a decir de mí?” — mi pendejada favorita.
Tenía miedo de que me juzgaran.
De que mis compas del trabajo dijeran: “Mira ese güey, ya se cree influencer”.
O que mis tías se santiguaran si salía en redes:
— “Ay, ya se vendió al diablo digital”.
Pero me di cuenta que esos que tanto criticaban, ni me pagaban la renta, ni me hacían el súper, ni me daban para la gasolina.
Así que me valió madre.
Y empecé.
Con miedo. Con dudas. Pero empecé.
Y descubrí algo más culero que la crítica: EL RIDÍCULO
Mis primeros videos eran un asco.
Tenían 3 vistas: mi mamá, yo, y una cuenta rusa que seguro quería hackearme.
Me decían que mi voz sonaba feo. Que mi cara no ayudaba. Que mi fondo estaba todo cochino.
Pero seguí.
Cada semana aprendía algo nuevo.
Cómo
poner subtítulos. Cómo elegir el mejor horario. Cómo usar un pinche
gancho para que no se fueran en los primeros 3 segundos.
Un día, uno de esos pinches videos se fue viral.
Así como lo lees.
Más de 1 millón de vistas.
Y con eso, llegaron mensajes, comentarios, seguidores… y dinero.
No era mucho al principio, pero era más de lo que ganaba viendo videos todo el día como pendejo.
Y ahí cambió todo.
Entendí
que no necesitaba millones de seguidores, necesitaba construir una
comunidad con propósito, ofrecer valor real, y armar una estrategia
detrás de cada video.
No era solo “hacer TikToks”.
Era hacer negocios con TikTok.
Y ahí viene la lección final, raza:
No se trata de “volverte viral”.
Se trata de entender que el mundo ya cambió.
Que el nuevo oro es la atención.
Y que si no estás usándola a tu favor, entonces estás trabajando para los que sí la usan.
¿Moraleja? El que se ríe, no siempre gana.
Muchas veces nos burlamos de lo que no entendemos.
Criticamos lo nuevo porque nos da miedo quedarnos fuera.
Pensamos que lo seguro es seguir donde estamos, aunque ahí ya no crezcamos.
Pero el tiempo pasa.
La tecnología avanza.
Y tú decides si te adaptas… o te extingues.
Yo ya elegí.
Y tú, neta… ¿vas a seguir criticando a los que ganan dinero en redes, o vas a ponerte a aprender cómo se hace?
No se trata de hacer “TikToks ridículos”.
Se trata de entender la nueva economía.
Y de dejar de vivir con miedo, mientras otros que no tienen tu experiencia, ni tu edad, ya se están comiendo el mundo digital.
Ya lo sabes.
O eres el productor o eres el espectador.
Tú decides de qué lado te quedas.

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