Han pasado 33 años desde aquel suceso que marcó para siempre a una familia chihuahuense.
El
caso ocurrió el 29 de agosto de 1992, en Phoenix, Arizona. Una familia
de cinco miembros fue encontrada ejcutad@ en su propio patio: el padre,
la madre, dos niños y el tío. La escena era tan brutal que incluso los
investigadores más experimentados tardaron días en procesarlo.
Las
pistas, al principio abundantes, terminaron disolviéndose como arena
entre los dedos. Los detectives viajaron hasta Chihuahua, México, con la
esperanza de encontrar un hilo que guiara la investigación: viejos
vecinos, amigos, familiares distantes… pero nadie sabía nada o nadie
quiso hablar.
Rumores no faltaron.
Que si la familia tenía vínculos con el tráfico de drog@s.
Que si una disputa familiar se les salió de control.
Que si todo comenzó por una deuda ridícula de apenas cien dólares.
Pero ninguna teoría se sostuvo.
Lo
más extraño para los detectives fue la actitud de los familiares
sobrevivientes: no preguntaron, no presionaron, no exigieron justicia.
Parecía, casi, como si hubieran decidido olvidar intencionalmente que
esa familia existió.
Con el paso del tiempo, el expediente quedó archivado, sin culpables y sin una verdad definitiva.
Sin embargo, en Chihuahua la memoria tiene formas silenciosas de permanecer.
Cada
año, quienes visitan el Panteón Municipal de Chihuahua para honrar a
sus propios difuntos encuentran, en una sección discreta pero cuidada,
las tumbas con los nombres de aquella familia, colocadas por disposición
local para que su historia no desaparezca.
No
importa cuánto tiempo pase ni cuántas versiones circulen: al entrar al
panteón, los ciudadanos ven esas lápidas y recuerdan a la familia que
nunca obtuvo justicia, un recordatorio grabado en piedra de un caso que
sigue sin resolverse.


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